El amor y el odio son las pasiones que mueven el mundo. Escribir sobre ellas es mi pasión, sólo espero que leer mis palabras sea la tuya.
Clara.

domingo, 17 de julio de 2011

CAPÍTULO.8

Un sol radiante impactaba en el rostro de Sarah cada vez que salía a la terraza del Taylor’s Coffee Shop para servir aquellos exóticos cócteles.
Cuando sirvió el margarita y el san francisco al señor y a la señora Grey, Sarah se detuvo antes de volver a entrar a la cafetería quedó por unos segundos mirando fijamente al infinito, con los rayos de luz iluminando su rostro y su silueta. Recordaba a Alfred, recordaba aquella maravillosa comida, aquel fantástico paseo; pensaba que jamás volvería a ver unos ojos tan bonitos. Recordaba cómo caminaban uno al lado del otro, cómo él esbozaba una pequeña sonrisa picarona cada vez que sus miradas coincidían. De manos grandes y dedos largos; venas marcadas que resaltaban a través de su piel. Aquellas manos acariciarían todo su cuerpo algún día, las imaginaba entrelazadas con su pelo, rozando sus mejillas, mientras ella las besaba, recorrerían sus brazos, sus hombros y llegarían a sus firmes pechos.
-Camarera, por favor -dijo Anya -un daiquiri y, ¿Alfred tú qué tomarás?
Sarah se sonrojó exageradamente sin poder evitarlo. Nadie podía saber lo que pensaba segundos antes y, sin embargo, sentía una terrible vergüenza al tener frente a ella a su tan deseado amor.
Anya apartaba un pequeño mechón de pelo rubio de su rostro. Tenía una preciosa melena rubia, de pelo liso y largo. Realmente, toda ella era exuberante.
El anaranjado vestido resaltaba aún más la esbelta figura de Anya. Unas larguísimas piernas morenas, perfectamente cruzadas, terminaban en un par de maravillosas sandalias de altísimo tacón. El vestido creaba un provocador escote que no dejaba indiferente a ningún hombre, ella sabía que con él todos sus acompañantes habían dado rienda suelta a sus apasionadas fantasías.
Anya era una mujer sofisticada e inteligente. Pertenecía a una de las familias más ricas y poderosas del condado. Había estudiado en varias universidades del país y realizado un post-grado en marketing en la Universidad de Cambridge. Actualmente trabajaba como directora de marketing de una importantísima empresa farmacéutica de Los Ángeles.
Ya había alcanzado sus metas profesionales y ahora sólo deseaba disfrutar del poder que éstas le proporcionaban. Su dinero y su posición social le ayudaban a alargar todavía más su ya extensa lista de amantes.
Acompañando a una amplia sonrisa Alfred pidió un refresco a Sarah.
Intentaba sin éxito controlar sus nervios. Todas las mesas de la terraza estaban ocupadas y Sarah debía continuar centrada en sus tareas, aunque no podía evitar miles de preguntas que venían a su cabeza un segundo tras otro. ¿Serán solamente amigos? ¿Para qué habían quedado los dos solos? Anya era tan guapa, era una mujer realmente imponente con la que cualquier hombre desearía estar para siempre y Alfred no sería una excepción, se decía Sarah cabizbaja mientras intentaba borrar de su mente los recuerdos del maravilloso domingo.
Miraba una y otra vez hacia la mesa donde él estaba con Anya y, aunque luchaba por no hacerlo, su inquietud y desesperación no se lo permitían. Hacían una pareja tan bonita, cómo ella había creído por unos momentos que un hombre tan apuesto como Alfred podría llegar a interesarse en ella teniendo al lado una mujer como Anya. -¡Qué inocente he sido! -se repetía Sarah una y otra vez. -¡Olvídale! Él no está interesado en ti.
-Sarah, lleva estos dos cócteles enseguida o el hielo se deshará -le dijo Laura -¿Qué ocurre? De repente te ha cambiado la cara por completo.
-No es nada, he sentido un pequeño mareo, imagino que será por el calor.
Sarah debía llevar los cócteles a la mesa ocho, al lado de donde Anya y Alfred estaban sentados. No quería apartar la vista de la mesa a la que debía dirigirse, sin embargo, por un solo segundo miró hacia la otra descubriendo cómo Anya había entrelazado una de sus manos entre las de Alfred, mientras que con su otra mano le acariciaba el pelo y el rostro. Se miraban fijamente a los ojos y de ellos se desprendía un ardiente deseo. Esas miradas le demostraban a Sarah que seguramente habían compartido más de una noche de pasión.
Nerviosa sirvió los dos cócteles. Sabía que el siguiente encargo sería el de Anya y Alfred y, por ello y sin poder evitarlo, su corazón se aceleraba segundo tras segundo. Mientras volvía a la barra respiró profundamente varias veces con la intención de controlar los violentos latidos de su corazón. Parecía como si, de repente, su garganta hubiese aumentado de tamaño, lo que le impedía respirar bien y notó cómo su boca se resecó al instante.
Volvió a respirar profundamente. Deseaba salir corriendo del Taylor’s coffee shop; no podía encarar esa situación, sabía que su nerviosismo aumentaría cuando fuera a servirles. ¿Qué podía hacer para evitar aquello?
-Laura, dame un vaso de agua, por favor -pidió Sarah.
-Pero, ¿qué ocurre niña? Ahora sí que te veo muy mal. ¿Estás enferma? -preguntó Laura.
-No, tranquila, todo está bien. Dame agua, por favor -insistió.
Mientras le servía el vaso de agua Laura miró hacia la terraza dándose cuenta de la escena tan íntima que protagonizaban Alfred y Anya.
-¡Ya sé yo de qué estás mala! -dijo -. La fresca de Anya está intentando ligar con Alfred.
-¡Pero mírales!. ¡No está intentando ligar con él!. ¡Seguro que entre ellos ya ha ocurrido algo! -la contradijo Sarah.
Las bebidas ya estaban preparadas. Y colocadas en la bandeja. Sarah bebió el vaso de agua con el que pretendía relajarse pero no lo había conseguido, sus manos temblorosas no le obedecían. Volvió a repetirse una y otra vez que debía relajarse, simplemente llevaría el encargo a la mesa y todo habría pasado. Cogió la bandeja, respiró muy profundamente y se dirigió hacia la pareja. El refresco se desbordó del vaso y el alcohol del cóctel había mojado todo el azúcar. Sarah pensó que podrían llegar a llamarle la atención por no servir las bebidas correctamente.
Mientras llegaba a la terraza murmuraba -¡no pasa nada!, ¡no pasa nada!, ¡tranquilízate!, ¡lo harás bien!.
Estaban en la primera mesa y solamente debía salir a la terraza y servirles el encargo.
La parte interior del Taylor’s coffee shop estaba separada de la terraza únicamente por un pequeño escalón que Sarah conocía muy bien y por el que pasaba cientos de veces diariamente pero esta vez no pudo recordar este pequeño detalle y tropezó con él. El cóctel de Anya quedó esparcido por el suelo de la terraza y la copa deshecha en mil pedazos mientras que el refresco de Alfred se derramó sobre su camisa.
El resto de personas que estaban en las otras mesas dirigieron sus miradas hacia Sarah. Leves murmullos incesantes se prolongaban de mesa en mesa por la terraza. Todo el mundo estaba sobresaltado, algunos dibujaban pequeñas sonrisas de burla y otros lamentaban lo ocurrido enjuiciando a Sarah. Anya y Alfred se levantaron de sus sillas tan rápidamente como pudieron. Sarah solamente dijo:
- ¡Lo siento!.
No podía hacer ni decir nada más. Su cuerpo estaba totalmente paralizado y se quedó así por unos segundos, mientras Anya examinaba los daños que Sarah había causado en la ropa de Alfred. Él aireaba su camisa y miraba a Sarah sin ningún reproche.
Laura le acercó a su compañera la fregona con la que debía recoger los desperfectos.
-Sarah, niña, recoge la copa del suelo y olvida lo ocurrido -le dijo Laura al oído.
Sarah continuaba inmóvil mirando fijamente a Alfred. No podía mover un solo músculo de su cuerpo. Recordaba una y otra vez la escena que acababa de ocurrir. Veía el refresco impactando sobre el cuerpo de Alfred. Una y otra vez.
-¿Estás sorda? ¡Muévete! -dijo Anya casi chillándole-. Personas como tú no deberían trabajar en el Taylor’s coffee shop.
Sarah cogió la fregona y mirando al suelo comenzó a limpiar la terraza. En ese instante fue consciente de lo que había ocurrido, pero no se atrevía tan siquiera a levantar su mirada para ver cómo se encontraba Alfred. Sentía muchísima vergüenza por lo que había hecho.
-Ahora mismo voy a hablar con Steven. Te despedirán por lo que acabas de hacer -dijo Anya muy exaltada.
-Tranquila Anya, esto se limpia y lo olvidamos todo -le propuso Alfred mientras la cogía de la mano.
-¡No olvidamos nada!. Si ésta no sabe ni llevar un refresco a una mesa sin derramarlo ¡que la despidan! -sentenció Anya.
Anya cogió a Sarah del brazo apretándolo fuertemente y con rabia. La condujo dentro de la cafetería y la arrinconó entre la barra y la puerta que conducía al almacén. No se atrevía a levantar la mirada del suelo. Ella sabía que era una simple camarera. No la dejarían tan siquiera explicar lo ocurrido, las consecuencias llegarían y ella debería aceptarlas sin más.
-Esta será la última vez que te vea en la cafetería -la amenazó Anya-. Eres tan imbécil que ni tan sólo sabes servir mesas -añadió -Lo que acabas de hacer te costará el empleo.
-Vale, ya está bien, Anya -dijo Alfred separándola de Sarah.
Cuando oyó la voz de Alfred levantó la mirada hacia él y sintió una alegría inmensa al darse cuenta de que él no estaba enfadado y la defendía ante Anya.  Se miraron durante unos segundos. Ni él ni ella podían apartar sus ojos el uno del otro. Anya explicaba a Alfred la gravedad de lo ocurrido pidiéndole que no se preocupara porque ella lo arreglaría todo para que no volviera a suceder.
Mientras se dirigía a él, ahora con una voz suave y muy agradable, apoyando una mano en su pecho, advirtió que no estaba mirándola, ni siquiera la escuchaba. Se calló para seguir su mirada.
Anya cerró sus puños con todas sus fuerzas, dio media vuelta y se dirigió al despacho del señor Taylor.
Entró dejando tras de sí un enorme portazo que sobresaltó al dueño del Taylor’s coffee shop. El rostro de Anya mostraba la rabia y la ira que sentía. Mientras se dirigía a uno de los sillones del despacho que quedaba justo frente al de Steven, dijo muy violentamente:
-¿Por qué trabajan en esta cafetería personas como la inepta de tu camarera? No puedes consentir que dañen de esta manera la imagen de este club, con tan buena reputación. ¡Échala de aquí! -exigió Anya.
-Dime, preciosa, ¿por qué estás tan alterada? ¿quién es la causante de ello? -preguntó él.
-La idiota de tu camarera ha derramado las bebidas que tenía que servirnos; lo ha roto todo y nos ha manchado la ropa. ¡Échala de aquí! -volvió a insistir Anya muy alterada y enfadada.
Steven se levantó de su sillón de piel empujándolo contra la pared y con los dos puños apoyados en su escritorio. Preguntó a Anya:
-¿Quién ha sido? ¿Laura o Sarah? ¡Dime! -.
-La del pelo rizado y moreno que servía en la terraza. Ya le he dicho que este es el último día que trabajará aquí. ¡Échala! -insistió una vez más.
-Es Sarah -descubrió Steven -. No te preocupes, ahora mismo la llamaré y la pondré en su lugar -sentenció.
-Éstas no conocen la vergüenza. Estoy segura de que le dirás lo que se merece. No la puedes dejar trabajar más aquí -le pidió Anya.
-De verdad, lamento lo ocurrido pero no te preocupes. Voy a solucionar este incidente -.
-Muy bien Steven, me voy tranquila sabiendo que  no  tendré  que volver a verle la cara -dijo Anya mientras se dirigía a la puerta.


Anya había ganado la batalla, o así lo sintió ella. Había conseguido convencer a Steven Taylor para que despidiera a la camarera. Caminó unos pasos hasta observar a Sarah que seguía limpiando la camisa de Alfred. Anya dibujaba en su rostro una maliciosa sonrisa. Su mirada iba dirigida exclusivamente a Sarah; la maldecía segundo tras segundo. Al pensar en la escena que viviría con Steven Taylor en el despacho dentro de unos minutos dejó escapar una carcajada que llamó la atención de Alfred y Sarah. Anya siguió exactamente como estaba, ni un pequeño indicio de acercarse a ellos se apreció en ella. Esperaba que Alfred fuera hacia ella y así fue.
Justo en ese instante la puerta del despacho se abrió y Steven Taylor reclamó la presencia de Sarah en su despacho.
Vio cómo Alfred se alejaba de ella yendo al encuentro con Anya. Ahora era cuando más falta le hacía que él estuviera a su lado y estaba sucediendo lo contrario: veía cómo se alejaba de ella para obtener el amor de Anya. Sarah dirigió una mirada de reproche a Alfred.
Se sintió completamente vencida. De nuevo la vida volvía a arrebatarle la felicidad de sus manos. Volvía a sentir que jamás podría ser feliz, todas las ilusiones desvanecidas en un solo instante, había nacido para perder.
En aquel mismo instante se juró, una vez más, no volver a enamorarse. Dedicaría su vida a su hijo Paul y a trabajar por él. Sabía que no podría volver a soportar una desilusión tan fuerte como la que estaba viviendo en aquel momento. Sus ojos se humedecieron, un profundo dolor invadía su alma.



-Ya me han informado de lo ocurrido en la terraza. Como sabrás, este tipo de incidentes dañan muchísimo la imagen de la cafetería. Los clientes del Taylor’s coffee shop son las personas más distinguidas e importantes de todo el condado. Un accidente de este tipo puede hacer que nuestra clientela acuda a partir de ahora a otros locales -argumentaba con voz relajada el señor Taylor.
Sarah se sentía confundida por la actitud de su jefe. No comprendía por qué era él quien estaba dando las explicaciones, ni tampoco encontraba razón alguna para la serenidad con que se dirigía a ella.
Estaba sentada en un sillón frente a la mesa de Steven Taylor, era incapaz de levantar la mirada del suelo. No sabía lo que ocurriría, pero Sarah jamás se relajaba cuando estaba cerca de él.
Recorría todo el despacho con pasos cortos mientras hablaba. En ningún momento apartó la mirada de ella.


-Verá, señor Taylor, me gustaría disculpar... - Sarah intentaba sin éxito dar las
 pertinentes explicaciones a su jefe.
-Déjame continuar. Ha costado muchísimo esfuerzo y muchos años que el Taylor’s coffee shop tenga el reconocimiento social del que hoy en día disfruta. Lo que ha ocurrido en la terraza puede desencadenar consecuencias muy negativas, de las que el máximo perjudicado, como ya habrás comprendido, sería yo. No puedo permitir que esta cafetería pierda un solo cliente -continuaba explicando Steven Taylor.
-Señor Taylor, siento mucho lo... -Sarah volvió a ser interrumpida. Esta vez no por las palabras de su jefe.
Ahora estaba justo detrás de Sarah. Había apoyado sus  manos en los reposabrazos del sillón donde ella estaba sentada. Rozaba con su pecho la espalda de ella. Sarah percibía la respiración de Taylor junto a su nuca y su cuello. Ella tenía los dedos de sus manos entrelazados, los apretaba muy fuerte, estaban sudando. Los latidos de su corazón se habían acelerado; tenía miedo, volvía a percibir una vez más la respiración de Taylor. Sarah cerraba los ojos con fuerza. Después de unos segundos interminables Steven Taylor dijo:
-Tú eres la única responsable de una situación de la que el más perjudicado puedo ser yo. Por tanto, estás en deuda conmigo. Puesto que tú has desencadenado unos perjuicios para mi negocio, perjuicios que deberé sufrir yo, ahora deberás recompensarme por ellos.
Sarah no pudo articular ni una sola palabra. Reconocía el chantaje que pretendía hacerle para así conseguir sus propósitos. No aceptaría de ningún modo su propuesta y así se lo hizo saber.
-No debo compensarle por nada. Me he disculpado por lo ocurrido. Ahora es usted quien debe decidir si me despedirá o no -Sarah se había levantado enérgicamente del sillón. Estaba de pie, frente a Taylor, mirándole fijamente a los ojos.
A Steven le sorprendió la reacción de Sarah. Al reconocer la negativa de ésta se sintió muy ofendido. Sabía que había perdido una batalla más. Rodeó la mesa del despacho, se sentó en su sillón de piel y le ordenó:
-Ve a trabajar.
Cuando Sarah abría la puerta del despacho su jefe volvió a dirigirse a ella diciéndole:
-Tienes una semana para decidir si quieres continuar trabajando en esta cafetería. Eres tú quien decide.


domingo, 10 de julio de 2011

CAPÍTULO.7

Durante toda la noche intentó conciliar el sueño pero le fue imposible pues estaba muy excitada después de haber pasado aquel fantástico día con Alfred.
Acostada en su cama miraba el reloj de su mesita de noche en el que los minutos y las horas pasaban lentamente.
Sabía que a partir de ahora todo sería diferente. Había logrado enamorar al hombre más deseado de Green Valley. La había besado y, para ella, aquello era una prueba de amor. Pasó toda la noche tumbada en su cama mirando el techo de su habitación, imaginaba una y otra vez la maravillosa escena vivida con Alfred; aunque cerrara los ojos, él seguía estando allí. Lo notaba a su lado. Sentía otra vez sus caricias, sus penetrantes miradas. Revivió una vez más el apasionado beso que produjo en ella aquel cosquilleo tan singular, del que aún no había conseguido desprenderse.
Se vió muy diferente al resto de chicas de Green Valley: Alfred la había elegido a ella. Se sentía guapa, muy guapa. Ahora le encantaban sus piernas, sus pechos, sus manos, sus labios... hasta los rizos de su pelo, que antes detestaba.
Sonreía. ¡Era tan feliz! Después de mucho tiempo volvía a sentirse importante para alguien. Tenía muchísimas cosas que ofrecerle a Alfred. Iba a apostar por esta relación y estaba segura de que iba a ganar.
Sarah estaba convencida de que Alfred compartía los mismos sentimientos, que él también estaba pensando en ella. Lo imaginaba en su cama recordando, como estaba haciendo ella, los apasionados momentos que habían vivido.
- ¿Cuándo me llamará? -se preguntó de repente Sarah.
Esperaría impaciente ese momento. No sabía muy bien qué le diría, porque el cosquilleo que sentía cuando él estaba cerca le impedía comportarse con normalidad.
Lo que sí sabía Sarah era que aceptaría cualquier propuesta que él le hiciera. La invitaría a ir al cine, a cenar o simplemente a dar un paseo por Green Valley. Ella aceptaría.
- Cualquier opción será perfecta -se dijo Sarah -porque estaré con él.
Deseaba con impaciencia llegar al Taylor’s coffee shop, tenía que contarle a Laura todo lo ocurrido con Alfred, ¡menos mal que hoy abría Laura! Ella era la única persona a la que podía confesar sus sentimientos.
- Me encantará ver su cara cuando le cuente lo que pasó con Alfred -se decía Sarah mientras conducía camino del trabajo. En su rostro se había dibujado una enorme sonrisa y sus ojos tenían un brillo especial, resplandeciente.
Aparcó el coche rápidamente y fue corriendo hasta la puerta de la cafetería. Su compañera ya estaba dentro encendiendo las luces y abriendo los dos grandes ventanales por los que se accedía a la terraza.
No se había percatado de su llegada debido al ruido de las pesadas persianas. Sarah se sentó en una banqueta de la barra, cruzó las piernas y con una mirada y una voz muy sensuales le dijo:
- Pregúntame con quién pasé ayer el día
-Pero, ¿qué es esto que perciben mis  sentidos? -preguntó Laura mientras se acercaba al lugar en el que estaba Sarah y apoyaba sus manos en la cintura de Sarah -. A ver, a ver, huelo amor; veo felicidad, la ligera dulzura de unos besos; oigo mariposas en tu estómago y el tacto... el tacto, ¿de quién es? ¡Dímelo tú! -le dijo Laura.
Sarah se quedó boquiabierta aunque la sonrisa no desapareció en ningún momento. Laura ya sabía de qué le iba a hablar. Ella era una experta en este tema y conocía muy bien a su amiga.
- ¡Nunca dejas de sorprenderme! -exclamó -¿Cómo sabes que me refiero a... ? -preguntó.
-Querida, la mirada de tus ojos me lo está diciendo todo -afirmó Laura.
Las dos a la vez estallaron en carcajadas.
-¿Quién ha sido el que te ha cambiado de esta manera, niña?
Sarah miró profundamente a los ojos de su confidente, sonrió y le dijo:
-No he dormido en toda la noche recordando el beso tan apasionado que me dio. Fue maravilloso.
Laura se sentó junto a ella en otra banqueta. Le preguntaría cada detalle de lo que había ocurrido. Le encantaba ver a su amiga sonreír de aquella manera.
Ahora sólo quedaba escuchar la apasionada historia que le contaría y animarla para que siguiera al lado de aquella persona que la estaba haciendo sentirse tan feliz y tan llena de vida.
-¿Quién fue? Esto es lo más importante -afirmó Laura -. ¿Dónde te llevó? ¿Cómo te besó?... Venga, cuéntamelo todo -le preguntó muy intrigada.
-He pasado el día más especial de mi vida con Alfred Gonzáles, el hombre más maravilloso de Green Valley -confesó Sarah.
-¿Alfred Gonzáles? ¡Te has ligado al monitor de natación! Pero, niña, eso está muy bien. Es un bombón de hombre y a mí me encantaría que se derritiera en mi cama -bromeó Laura mientras deslizaba las manos desde su cuello hasta las piernas.
-La que se derritió ayer fui yo, y en sus brazos. Me besó mientras estábamos tumbados en una manta en la orilla del río -explicaba mientras jugaba con un revoltoso mechón de pelo.
-Y te declaró su amor, ¿antes o después de besarte? -le preguntó Laura sin desdibujar la sonrisa de su rostro.
-No hizo falta que me confesara su amor, sus miradas y sus besos me dicen que está enamorado de mí. Laura, los sentimientos hacia otras personas no siempre se pueden expresar con palabras y más aún cuando es tan intenso como lo que sentimos Alfred y yo -explicó Sarah.
-¿Cuándo os volveréis a ver? ¿Irás a dormir a su casa?
-Mis ganas de volver a estar otra vez muy cerca de él, mirarle fijamente a los ojos, acariciar suavemente su rostro y besarle una y mil veces son inmensas pero también debo entender que las relaciones serias comienzan muy lentamente -le explicó a su confidente.
-¡Oh! Hoy es su día libre. Es una lástima que los lunes no haya cursos de natación... -replicó Laura.
Sarah ya no escuchaba a su amiga. Al fin había compartido con alguien aquello que había conseguido quitarle el sueño durante toda la noche y ahora se sentía mucho más relajada.
Se imaginaba momentos antes del segundo encuentro con Alfred. Decidió en aquel momento que compraría aquel conjunto verde-limón que tanto le había gustado: la falda la ayudaría a lucir sus bellísimas piernas, que hasta ahora ocultaba bajo sus vaqueros.
-¡Estaré preciosa! -expresó Sarah en voz alta.
-¿Y el niño? -preguntó Laura.
-Ya lo he pensado; inventaré en casa alguna excusa para poder salir yo sola con Alfred. Podré decir que voy a cenar a tu casa; podré decir que vamos al cine o de tiendas, podré decir... -explicaba Sarah a su amiga un tanto estresada.
-Podrás decir la verdad. ¿A qué viene esa necesidad de mentir? Tanto Helen como tú sois personas adultas, capaces de dirigir vuestra vida. No debes ocultarle a tu madre que tienes una relación con Alfred. Se alegrará, estoy segura -la contradijo Laura.
-¡No! Mi madre no se enterará de mi cita con Alfred y te pido, por favor, que me ayudes a organizarlo todo para que pueda estar tranquila y disfrutar de una maravillosa velada con él
-Pero Sarah, entiende que tu madre tiene todo el derecho a saber dónde estás puesto que va a ser ella quien cuide de Paul mientras tú estás fuera de casa. Sólo por esto deberías informarla  de tus futuros planes con Alfred -intentó convencer Laura a su amiga.
-Te vuelvo a repetir que es imposible que mi madre acepte que yo pueda enamorarme de alguien y, menos aún, que llegue a tener una relación seria con esa persona -la felicidad y la alegría de Sarah se estaban convirtiendo en nerviosismo y enfado al hablar de Helen.
-Está bien, yo te ayudaré en lo que necesites. Si quieres que organice una cena en mi casa, así lo haré.
Laura trató de animarla:
- ¡Venga vuelve a contarme el beso de Alfred y la pasión de su mirada! Así volverás a lucir la radiante sonrisa con la que has amanecido. ¡Mi niña está enamorada y a partir de ahora sólo podrá sonreír! -gritó Laura poniéndose de pie y elevando un brazo en señal de victoria.
Laura notó toda la alegría que sentía Sarah. Deseaba ayudarla en cuanto pudiera, pues ya era hora de que se sintiera amada por alguien y disfrutara de la felicidad que merecía.
De pronto, el rostro de Sarah se oscureció levemente pues había desaparecido por completo la luz que lo iluminaba desde la noche anterior.
Sarah confesó a su amiga:
- Solamente te he contado una parte de lo ocurrido. Las emociones no acabaron cuando me despedí de Alfred.
-¿Qué ocurrió después? Cuéntame qué pasó luego, ¡vamos! -preguntó muy curiosa.
-Encontré a William en el supermercado. Paul y yo cenamos con él en una hamburguesería. Después nos acompañó a casa pero antes de marcharse me propuso una cita -confesó.
-¡Dios mío! No puedo creer que ayer ligaras con dos hombres. Sarah, ¿qué te ha ocurrido? -Laura estaba completamente sorprendida, esa no era la Sarah que ella conocía.
-Me preocupa que William se interese por mí. Es un buen hombre pero sólo eso. Yo sólo puedo pensar en Alfred.
-No te preocupes. En unos días William sabrá que Alfred y tú estáis juntos y se alejará de ti -explicó Laura. Sus palabras supusieron un gran alivio para Sarah, que sólo sentía afecto hacia William.
-Eso espero, William es un hombre magnífico y supongo que no sería demasiado difícil enamorarse de él pero en mi corazón ahora sólo hay sitio para Alfred -concluyó muy segura Sarah.
De repente, la puerta del Taylor’s coffee shop se abrió y apareció la silueta de Steven Taylor. Las dos camareras corrieron hacia el almacén para coger sus uniformes y comenzar su jornada laboral. Habían pasado veinte minutos, los clientes estarían a punto de llegar para tomar sus desayunos y ellas ni tan siquiera habían encendido la cafetera.
-¿Por qué no está todo preparado? -gritó Steven.
-Disculpe señor Taylor, ya mismo encendemos la cafetera y bajamos las sillas -explicó Laura a su jefe. -En un segundo estará todo preparado para cuando lleguen los primeros clientes.
-Y así será. No os pago para que estéis todo el día cuchicheando sobre tonterías. ¡A trabajar! -gritó Steven Taylor antes de cerrar la puerta de su despacho con un fuerte golpe.

domingo, 3 de julio de 2011

CAPÍTULO.6


Por fin era domingo. Sarah no sabía quién estaba más nervioso, si Paul o ella. Sorprendentemente se estaba portando muy bien por lo que no tuvieron problema en estar a la hora convenida en la cafetería de la señora Hudson. Mientras esperaban a Alfred, decidieron tomar unos deliciosos gofres. La señora Hudson era la mejor cocinera de gofres de todo el valle y Paul no podía resistirse a ellos.
-A ver, ¿de qué queréis los gofres? -preguntó la señora Hudson.
-¡De chocolate con frutos rojos! -gritó Paul. Estos eran sus favoritos.-Señora Hudson, ¿podría ir con usted a prepararlos? -preguntó poniendo su cara de no haber roto nunca un plato.
La señora Hudson miró interrogativa a Sarah y ésta viendo lo bien que se estaba portando hizo un gesto afirmativo.
Durante unos minutos Sarah disfrutó permitiendo que el sol bronceara su cara ¡era una delicia! De repente una sombra se interpuso. Asustada, dio un respingo. Abrió los ojos y allí frente a ella estaba él, Alfred. Sarah contuvo la respiración, era el hombre perfecto: alto, moreno, de mirada verde y penetrante y con un cuerpo de infarto.
Alfred sonrió y se sentó a su lado.
-¿Dónde has dejado a mi chico favorito? -le preguntó mirándola a los ojos.
Aquella mirada la turbó a, era un hombre irresistible, que desprendía un magnetismo salvaje, casi animal.
No podía creer que allí estuviera ella, sentada con el hombre más deseado del valle.
-Bien -pensó Sarah,-tengo que tranquilizarme de lo contrario sólo conseguiré parecer una tonta que lleva sin una cita más de siete años. Aunque, bien pensado, eso es lo que soy.
En ese instante una idea pasó por  su cabeza, aquello no era una cita únicamente habían quedado porque Alfred se había encariñado con Paul, era su alumno favorito. Este pensamiento hizo que Sarah se entristeciera, se sentía como una idiota, ¿cómo era posible que ni por un momento se le hubiese pasado por la cabeza que ella y Alfred... ?
No, aquello era demasiado estúpido incluso para ella. Haciendo un esfuerzo por responder, Sarah movió la cabeza, como para alejar un mal pensamiento y dijo a Alfred:
-Hemos pedido unos gofres de chocolate y frutos rojos y se ha empeñado en ayudar a la señora Hudson a prepararlos.
-¡Jajaja! -rió Alfred. Era una carcajada sonora y fuerte. Sarah no pudo evitar sonreír.
En aquel momento Paul corría hacia la mesa. Parecía literalmente bañado en chocolate y muy contento. La señora Hudson corría tras él blandiendo un paño enorme. Alfred se levantó, lo alzó al vuelo y lo mantuvo tan alejado como le fue posible.
-Pero, ¿qué has estado haciendo? -le preguntó muerto de la risa.
-Ayudando a la señora Hudson -contestó Paul con la cara más inocente del mundo.
La señora Hudson llegó, jadeante, en esos momentos.
-Sarah, cariño, no te preocupes; no es más que un poco de chocolate. Toma este trapo y límpialo. Enseguida vuelvo con los gofres. Alfred, bombón, ¿te traigo otro para ti? -dijo mirándole de una manera muy pícara.
-¿Quién podría resistirse a sus magníficos gofres, señora Hudson? -respondió con galantería.
Después del delicioso desayuno fue el primero en levantarse.
-Deberíamos irnos ya. Le dije a mi madre que pasaríamos a por ella y, lo que es más importante, a por nuestra comida
Un minuto después estaban los tres montados en el flamante todoterreno  de Alfred;. El sol y el viento golpeaban sus rostros a través de las ventanillas abiertas. Alfred y Paul no paraban de cantar, reír y hacerse bromas. Sarah, inmune a estas circunstancias, no podía dejar de pensar con amargura si el coche no sería uno de los magníficos regalos con los que, según las malas lenguas del club, solía obsequiarle Anya. Por un momento Sarah sintió algo parecido a los celos.
Pronto llegaron a North Valley, los viñedos de Steven Taylor, el mayor productor de la zona. Anita, la madre de Alfred, era el ama de llaves, desde hacía más de 30 años, de la gran mansión.
Anita vivía en una construcción relativamente alejada de la gran casa. Era una casita de una sola planta con un gran porche porticado, donde les estaba esperando, sentada en su gran mecedora.
No tenía más de cincuenta y su rostro amplio, moreno y marcado por el sol, que habitualmente reflejaba una gran sonrisa, estaba más pálido que de costumbre. En cuanto los vio esbozó una gran sonrisa .Los besó y abrazó. Sarah pensó cuánto le gustaría que su madre fuese así, tan cariñosa como ella, aunque quizá eso sólo fuese cosa de los mexicanos.
Paul se balanceaba en la mecedora y Anita y Alfred hablaban de sus cosas, con ese bonito acento que tanto le gustaba. Al verlos juntos no pudo evitar compararlos: Alfred había heredado de su madre el pelo negro, los labios carnosos, los maravillosos dientes blancos y el tono dorado de su piel. Lo que no sabía Sarah era de dónde habían salido los ojos verdes y la increíble estatura de Alfred, ¡si Anita no pasaba del metro cincuenta y cinco!
Sarah pensó en sí misma y en Paul ¡si apenas se parecían! Paul era pelirrojo y tenía unos preciosos ojos azules, nada que ver con ella.
Un tirón en el jersey la hizo volver a la realidad:
-¡Mamá, que no te enteras! Anita te está hablando -le dijo Paul acusador.
Se acercó a ella sonriendo.
-Sarita, en la cocina dejé la cesta preparada. Acompáñeme.
Sarah cogió a Anita del brazo, la notaba cansada. Ambas mujeres se dirigieron a la cocina mientras Paul y Alfred se quedaban en el porche decidiendo quién conduciría.
Anita había preparado un auténtico festín: frijoles, guacamole, burritos, limonada casera... En la cesta sólo había tres vasos y tres juegos de cubiertos.
-Pero, Anita, ¡si somos cuatro!.
-Sarita, mi amor, hoy no les acompañaré. Es mi único día libre y me gustaría quedarme. Tengo muchas cosas que hacer -Anita la miraba con aquellos enormes ojos negros, que hoy le parecían a Sarah más apagados que nunca.
-¿Quieres que me quede contigo? - preguntó Sarah.
-No, váyanse y disfruten. Mi hijo necesita alguien como usted, que le haga ver qué es lo que de verdad importa -añadió guiñándole un ojo. -Y ahora váyanse y no regresen hasta tarde. Dígale a Alfred que fui a echarme una cabezadita. Vayan con Dios.
Mientras hablaba, Anita había empujado suavemente a Sarah hasta el porche y con el “Vayan con Dios” había cerrado la puerta.
Sarah se quedó con la boca abierta y la cesta de la comida en la mano. Alzó los hombros y se volvió hacia el coche. Paul estaba sentado en el asiento del conductor y simulaba ser un piloto de rallies. A su lado, Alfred hacía las veces de co-piloto. Ambos no dejaban de reír y gritar. Se acercó y le contó lo sucedido con Anita. Alfred dijo que lo entendía y que lo mejor era que se dieran prisa si no querían que se hiciera demasiado tarde.
El coche atravesaba los extensos viñedos de North Valley. A su alrededor no habían más que viñas y más viñas, todo era verde. El cielo de un  azul intenso, la tierra húmeda, fértil, viva. Hacía mucho tiempo que Sarah no sentía esa energía.
-¿Ya hemos llegado? -chilló Paul cuando el coche se detuvo.
Sarah pestañeó, miró el reloj en el salpicadero del coche y vio que habían pasado más de treinta minutos desde que salieron de casa de Anita. El tiempo estaba transcurriendo de forma vertiginosa, quizá esto sucedía cuando uno era feliz - pensó.
-Venga, despierta- gritó Alfred. -Cierra el coche cuando salgas. Te esperamos junto al río.
El lugar era magnífico: una pinada inmensa se extendía ante sus ojos y al fondo un riachuelo de aguas cristalinas.
-¡Este lugar es como un sueño! -exclamó Sarah.
-Aquí venía cuando era pequeño, mi madre me traía los sábados cuando acababa de trabajar.
Sarah no le miraba pero su voz denotaba una cierta tristeza.
-¡Alfred, Alfred!. Ven a jugar conmigo.
Riendo, corrió hacia la explanada donde Paul le esperaba. Alfred era un gran aficionado al fútbol y trataba de enseñarle.
-Paul, el balón sólo se toca con los pies -insistía una y otra vez.
El niño, sin hacerle mucho caso, insistía en tocarlo con las manos provocando con esto que Alfred lo elevara en el aire y entre risas le amenazara con tirarlo de cabeza al río.
-¡Tírame, tírame!-pedía Paul.
-Si te tiro, tu madre me mata -le recordaba Alfred.
Mientras tanto Sarah había preparado el picnic: había extendido el mantel y había dispuesto la comida que Anita les había preparado. Se quitó el jersey gris y se quedó con la leve camiseta blanca de algodón. Sin darse cuenta, sonreía.
-Venimos muertos de hambre-exclamaron Paul y Alfred al ver la comida.
Paul no pudo esperar más y se sentó en el suelo preparado para devorar todas y cada una de las delicias que allí veía. Antes de sentarse junto a él, Sarah creyó escuchar que Alfred le decía: -Realmente estás preciosa-. Al posar la vista en él vio que no la miraba y que estaba muy interesado explicándole a Paul cómo se comía un verdadero burrito mexicano. -En fin, lo habré soñado-, se dijo Sarah sin borrar aquella sonrisa casi adolescente de su boca.
La comida estaba deliciosa y además de la limonada casera, en el fondo de la cesta, Sarah encontró dos auténticas cervezas mexicanas muy, pero que muy, fresquitas. ¡Esta Anita es un cielo!
Terminado el festín Alfred propuso una siesta, una siesta mexicana.
-¿Y eso qué es? -inquirió Paul.
-Es lo mejor del mundo -contestó Alfred -después de una comida como la de hoy los mexicanos nos tumbamos y dejamos que los rayos del sol nos adormezcan. Después nos levantamos y podemos jugar sin parar durante horas y horas -añadió guiñando un ojo a Sarah.
La idea de poder jugar unas horas más con Alfred le pareció magnífica a Paul, que no dudó en acoger la siesta de un modo más que entusiasta. Fue al coche y se tumbó en la parte trasera. Poco después, se durmió.
-Vaya, vaya. Ésta no era mi idea. Yo había pensado en coger una manta y echarnos los tres aquí, junto al río pero tu hijo es mucho más listo que nosotros- sonrió Alfred -en fin, seremos tú y yo quienes disfrutemos de una siesta tradicional-la cogió de la mano y la llevó junto al río.
Había una agradable sombra que les protegía del sol pero que dejaba pasar el calor. Extendió la manta y se tumbó sobre ella. Con una sonrisa invitó a Sarah a hacer lo mismo. Despacio y muy suavemente se tumbó junto a él. Rezó porque él no oyera los latidos de su corazón, que golpeaba furioso contra su pecho. Se tumbó lo más alejada posible de él. No pudo evitar que un suspiro se le escapara.
-¿Y eso qué ha sido? -le preguntó Alfred entre divertido y asombrado.
-Nada, cansancio -mintió Sarah.
-¿Por qué? ¿Ha sido demasiado para ti? -quiso saber Alfred. Apoyándose en su codo izquierdo se giró hacia Sarah quedando lo suficientemente cerca de ella para que a ésta la recorriera una súbita ola de calor.
-No, ya sabes, Paul... el trabajo... en ocasiones siento que ya no puedo más -balbuceó Sarah.
-Te entiendo. Bueno, yo no tengo hijos pero mi madre me crió sola y sé que para ella fue muy duro. Pero ella es fuerte, como tú, y los dos salimos hacia delante. Aunque no soy lo que se dice un hijo modelo -Alfred terminó la frase con un tono un tanto irónico.
Sarah apoyó su brazo derecho y se giró hacia él. Ahora ambos estaban cerca, muy cerca.
-Bueno, supongo que es distinto. Paul no me tiene sólo a mí, también está mi madre -dijo Sarah.
Alfred se acercó aún más, casi se rozaban. Extendió una mano y con ella acarició el pelo y la cara de Sarah. Ella estaba paralizada, no sabía qué estaba  sucediendo exactamente y, cuando segundos después, Alfred la besó tiernamente ella creyó tocar el cielo. Olvidando su natural timidez Sarah se acercó más a él y le abrazó. Aspiró el aroma de su cuerpo y, sin poder evitarlo, le besó. Le besó apasionadamente, como jamás había besado a nadie, ni siquiera a Robert. En aquel momento, oyeron la voz de Paul.
-¡Mamá, mamá! ¡Llueve! ¡Me estoy mojando! -chillaba Paul desde la parte trasera del pick up de Alfred, donde se había echado la siesta.
Rápidamente Sarah se separó de Alfred, se levantó. Se atusó el pelo que seguramente tenía revuelto y se volvió en dirección a Paul. No sabía cómo comportarse con Alfred ¡hacía tanto tiempo que no la habían besado!
-No tan rápido -Alfred estaba justo detrás de ella. Agarrándola por la cintura, la obligó a girarse hacia él y la besó levemente en los labios -Ahora sí podemos irnos -dijo mostrando una gran sonrisa.
Sarah se acercó hacia el coche. Paul la miraba de un modo extraño, ¿habría visto algo? Alfred pasó como un rayo, abrió las puertas del coche y todos se cobijaron en su interior.
De regreso a la ciudad todos estaban callados. Prisioneros en sus pensamientos.
Así, llegaron a la ciudad. Sarah le pidió que les dejara en el centro. Tenía que hacer unas compras y además no quería tener que dar explicaciones a su madre. Se despidieron con una sonrisa y un hasta luego. Delante de Paul no podía dejar aflorar lo que en aquel momento sentía.
Tomó la mano de su hijo y se dirigieron hacia el supermercado de la señora Jensen. Era la tienda más concurrida, sobre todo los domingos, cuando no había nada más abierto en la ciudad. Al llegar, cogió una cesta.
-¿Qué quieres que cenemos hoy? ¿Pizza y helado de fresa?
-¡Sí! -contestó Paul.
No miraba por donde iba y tropezó con William O’Connor.
-¡Oh, William! Disculpa, soy tan despistada -se excusó Sarah.
Tenía el aspecto con el que Sarah siempre había identificado a los profesores de primaria: 35 años, alto, desgarbado, ojos y pelo de color castaño y una expresión de bondad permanente en su cara.
-Caray, Sarah, estás preciosa -dijo William. Sarah se turbó. Nunca se acostumbraría a los piropos y eso que no era la primera vez que William le dedicaba uno.
Hubo un largo silencio, Sarah buscó a Paul con la mirada, ¿dónde se habría metido este niño? ¡¡PROMP!! Un gran ruido y al instante supo que allí estaría él. Efectivamente, Paul era el único responsable del desastre que se había organizado en uno de los pasillos.
-Sólo quería ver qué pasaba si quitaba un bote -comenzó Paul.
Se puso roja como la grana, decenas de curiosos se agolpaban en torno a ellos y  podía escuchar los comentarios maliciosos.
-Es el niño de Helen, ¡un auténtico diablo!.
-Ya lo creo, mi nieta dice que, en el colegio no pasa un día sin que haga una trastada  -dijo una mujer con el pelo blanco a sus espaldas.
Sarah sentía que iba a estallar en sollozos, Paul era su hijo, no el de Helen y no era un mal chico, sólo revoltoso. No sabía qué hacer,  ni cómo reaccionar.
De un tirón William los saco de allí. Una vez en la calle Sarah rompió a llorar; llevaba mucho tiempo sometida a una gran presión: su madre, Steven Taylor, la cafetería, Paul... ¡Era demasiado para ella! A su lado, su hijo caminaba cabizbajo. Sarah se secó las lágrimas y lo cogió  de la mano.
-Mamá, yo no quería... no te pongas triste -dijo al borde del llanto
-Mi vida, no llores. Mamá está bien. Ha sido una tontería -se paró y abrazó a su hijo.
Paul era lo más importante en su vida, por él era capaz de aguantarlo todo. Por él también era capaz de renunciar a todo.
William se había quedado unos metros atrás. Sarah le miró y le indicó que se acercara.
-Muchas gracias, William. Normalmente no me comporto así. No sé qué... -comenzó a decir.
-No importa. Dejemos eso. ¿Qué os parece si os invito al cine? Hay una película estupenda -dijo mirando a Paul.
-¡Oh, sí! -exclamó.
-Cariño, es muy tarde y aún no hemos cenado -respondió.
-Entonces nada mejor que una hamburguesa. Conozco la mejor hamburguesería de la ciudad. Y no admito un no por respuesta -dijo William mirando a Sarah.
El local estaba sólo dos calles más allá del parque en el que habían almorzado William y Sarah. Paul estaba entusiasmado. Cuando llegaron Sarah le dijo:
-Anda  ve a jugar, pero no hagas de las tuyas y en cuanto nos traigan las hamburguesas vienes, ¿vale?
Paul se alejó feliz. En aquel momento Sarah se percató de que estaba a solas con William. Apenas habían hablado.
-Está bien esta hamburguesería, es diferente-comentó Sarah.
-No es necesario que hablemos, Sarah. Tienes que tranquilizarte y no hacer caso de comentarios estúpidos. La gente no tiene ni idea.
-Realmente eres muy amable, William.
En aquel momento una camarera sobre patines se acercó con su cena. Habían pedido tres hamburguesas con queso, alitas de pollo, aros de cebolla y unos refrescos. Paul se acercó de inmediato.
La cena fue muy agradable y distendida. Charlaron y rieron. William hablaba de Los Ángeles, de Disneylandia y de un montón de historias que hicieron soñar tanto a Paul como a Sarah.
Al finalizar la cena William se empeñó en acompañarlos. Dijo que un verdadero caballero siempre, siempre acompañaba a la dama a casa.
-Yo soy un caballero y seguro que Paul también. Así que no tenemos más remedio que acompañarte, Sarah. ¿Verdad, Paul?
-Síííí. ¡Soy un caballero! -y corría feliz delante de ellos.
Sarah casi había olvidado el incidente del supermercado. Habían llegado frente a su puerta. Paul ni siquiera se despidió:
-Me hago pis -fue su único comentario.
En el porche Sarah y William se miraban. Sarah no sabía cómo despedirse. Había sido una velada muy agradable y él era un hombre fantástico, pero nada más. Quería evitar a toda costa lo que finalmente no pudo evitar.
-Sarah ha sido un auténtico placer, creo que deberíamos repetirlo. ¿Qué te parece si mañana te paso a buscar a la salida del trabajo?
-Verás, acabo tarde y lo único que me apetece cuando termino es venir a casa y estar con Paul.
-Bien ¿qué tal el fin de semana?
-Mejor te llamo yo -mintió Sarah. Le tendió la mano y cerró la puerta tras de sí.
Su madre se apartó de la ventana. Había estado observando toda la escena.


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